Iba caminando por la playa, el mar lamía mis pies y el sol acariciaba mi cuerpo con dulzura.
Era imposible dejar de ver tanto celeste junto: arriba, el cielo, abajo, agua salada y ondulante.
Mis pensamientos volaban encima de ambos, junto a alguna gaviota que planeaba un rizo perfecto.
¿Qué pensará Dios de nosotros?
¿Qué pensará de sus hijitos despistados?
A lo lejos, casi sobre la línea del horizonte, un barco se movía hacia la zona del puerto.
Los rayos del sol, surfeaban sobre surcos de espuma salada.
¿Qué pensará Dios de nosotros?
¿Qué pensará de sus hijitos dormidos?
El viento susurraba, levantando remolinos de arena, borrando las pocas huellas que había sobre la línea de playa, aún vacía.
La marea crecía rapidamente, dejando antojadizas líneas dibujadas, serpenteantes...
¿Que pensará Dios de nosotros?
¿Qué pensará de sus hijitos descarriados?
Las luces comenzaron a prenderse a medida que el sol se apagaba. Las estrellas brillaron y, una luna parecida a la cunita de un bebé, se alzó entre ellas.
¿Qué pensará Dios de nosotros?
¿Qué pensará de sus hijitos?
¿Qué pensará?, pensé...
Y entonces, me di cuenta que, tal vez, solo tal vez, Él me estaba contando, sin palabras, solo con toda esa sinfonía de imágenes, lo que pensaba.
Porque, en definitiva, Él estaba.
Él estaba en el mar,
en el cielo,
en la espuma blanca,
en la gaviota,
en la luna plateada
y
en mi alma.
Él estaba.
Y yo podía pensar o intentar imaginar su vuelo pero, lo importante,
lo inconmensurable,
lo infinito,
lo impactante,
es que, a pesar de lo que yo/nosotros, fuéramos, pensáramos, sintiéramos, hiciéramos,
Él, allí, siempre,
siempre,
estaba.
Clara Silvina Alazraki
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