Despierta un nuevo día.
No lo sé porque la alarma del teléfono sonó, ni por el sonido del tránsito, que se ha detenido casi completamente desde semanas, al igual que el zumbido de los aviones que surcan la ruta aérea justo encima de mi casa; los sé porque se comienza a vislumbrar claridad. Pequeños hilos de luz
se cuelgan de las sombras y van formando caminitos cada vez más espaciosos.
Tras los postigos ciegos, los pájaros comienzan su concierto de trinos. Alguna paloma ronronea a coro con un gato. Ladridos lejanos.
Todo ha cambiado en los últimos tiempos. Lo cotidiano sea transformado en una rutina diferente, sin horarios fijos, prácticamente sin obligaciones, salvo lo básico y necesario para sobrevivir.
Hasta la fantasía de los sueños ha virado de rumbo, impregnándose de la realidad extraña que nos toca vivir.
Desde los medios, el bombardeo de noticias es constante y, aunque intento desconectar, es imposible hacerlo. Por la noche, sobre todo, cuando pasan el parte diario de infectados y muertos en nuestro país, en los lugares donde la pandemia está quebrando historias, en el mundo entero.
Como si esto fuera poco, la televisión transmite películas, series, documentales o de la temática del contagio, la desolación, la muerte, el Apocalipsis, el negociado con las curas y otros miedos humanos, nos persiguen desde el principio mismo de la semilla del hombre.
Por otro lado, también muestran como, en tan poco tiempo, la naturaleza está reviviendo a milenios de maltrato por parte nuestro.
Reinventándose.
Cuentan que los canales venecianos y han vuelto a aparecer peces en sus aguas; que el smog se
ha retirado de las grandes ciudades. Muy pocos usan sus automóviles y los transportes circulan con muy baja frecuencia, solo lo justo y necesario para que quienes lo necesiten, puedan viajar en ese tramo corto del trabajo a casa y de casa al trabajo. Ya no hay salidas por diversión o esparcimiento, solo por obligación.
Cada tanto pasa una camioneta blanca de la municipalidad por mi calle. Tiene un altavoz y repite indicaciones, insta a quedarse en casa, solo salir lo necesario y con las medidas de precaución pertinentes. Creo que también, el que maneja, observa lo que está pasando en los barrios, si se cumplen o no, las directivas planteadas por el Gobierno. Me da un poco de envidia, porque él puede salir y ver el mar, la playa, que, teniéndolas tan cerca, yo no he visto en muchos días.
Asimismo, pasan patrulleros. Supongo que con el mismo fin, además de cuidar la inseguridad que, sorpresivamente, disminuyó (se ve que los ladrones, los homicidas, los violentos, también están cuidándose, por suerte).
Ayer a la tarde, un avión iba y venía. Me pareció extraño. Mi imaginación empezó a tejer posibilidades:
¿No lo dejaban aterrizar porque transportaba gente infectada?
¿Tendría un problema en los motores?
¿Vendría rechazado de otros aeropuertos e intentaba que el nuestro lo hospede?
¿Sería como el caso del barco, repleto de turistas, que había convertido su crucero de placer en trágica cuarentena deambulante, porque nadie quería recibirlo en ningún puerto?
No sé.
Solo estoy segura de que después de unas seis o siete veces, desapareció del azul y volvió a reinar el sonido mezclado de aves y viento.
Creo que la mañana es el mejor momento del día.
La noche tiene su belleza, la sutileza del silencio, de las estrellas colgadas en sus mismos lugares desde hace milenios, pero es diferente. La noche invita a relajarse, a dejar todo y cerrar los ojos a la realidad.
En cambio, el sol nace cada día, como la esperanza, y nos recuerda que tenemos que seguir adelante. Nos empuja.
Me gusta despertar cada día, aunque muchas cosas ya no las puedo sentir, porque solo soy un fantasma que sobrevuela los pensamientos de la familia que habita esta casa; una sombra intentando que los recuerdos no se diluyan en su memoria…
Clara Silvina Alazraki
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