A principios del 2019, finalmente terminaron la obra.
Un día, volviendo del trabajo, una grúa estaba poniendo el
cartel: “Ictoria” (en realidad, era Victoria, pero la “V”, llegó después y quedó
con ese nombre para muchos de los vecinos).
Confieso que no me gustaban los súper chinos. Qué se yo,
prejuicios, posiblemente.
Miraba desde afuera pero nunca pasaba del umbral de la
entrada.
Al único que había ido alguna vez, era al del frente de mi
escuela, donde Chen, exalumno, estaba
cobrando en una de las cajas.
cobrando en una de las cajas.
Chen, había entrado en 2º grado. Prácticamente no hablaba
castellano pero comprendía perfectamente lo que sus compañeros le decían, sus
juegos, cuando yo los hacía bailar una danza tradicional argentina, el
compartir un desayuno comunitario…
Me hacia reír, cuando la profesora de Educación Física los hacía
correr y él, caminaba rapidito (no sabía correr, supongo que por una cuestión cultural,
pero terminó aprendiéndolo de los
vagonetas de sus compañeros).
La primera vez que entré al Chino de mi barrio, me impactó.
No vivo en un lugar muy producido, digamos que los negocios, acá son muy, pero
MUY barrio. Con pisos de porcelanato claritos, grande, limpio, góndolas ordenadas
y empleados con caras conocidas (la mayoría, jóvenes que viven por la zona).
Enseguida lo adopté.
En una época, estuvo trabajando de cajera, la hija de una de
mis compañeras. También anduvo noviando con uno de los hijos del dueño (¡la chica,
no mi compañera!). Nos contó que se tuvieron que acostumbrar a sus costumbres
tan diferentes, que les daba gracia ver al pibe, tan oriental, pero que, cuando
hablaba era más porteño que el Obelisco. La hija dejó de laburar allí no por el
chinito, sino porque se moría de frío (en invierno, en verano, entrar ahí en
hacerlo en una congeladora gigante).
Recuerdo una época en que había muchos robos por el barrio.
Fui una mañana gris a hacer las compras del día. Como de costumbre, encontré algunas mamás de
alumnos.
Mientras estaba buscando lo que necesitaba, vi un grupito de
tres pibes (13 ó 14 años). Uno llevaba una mochila en la espalda pero no la dejó
en los casilleros de la entrada, como corresponde.
Gritaban entre ellos, canchereando, haciéndose los machitos.
Juntaron algunas cosas, las pusieron en la mochila y se fueron por el pasillo
de una de las cajas donde, en ese momento, no había una empleada que estuviera cobrando.
Los clientes y las cajeras los miramos con estupor. La China
madre, gritó algo en su idioma y ya iba detrás de los pibitos cuando la mano de
su hijo la detuvo. Él la miró, hizo un gesto, dijo que no, con la cabeza, y
miró hacia el piso. La mujer se quedó quieta, freezada, despedían enojo sus
ojos rasgados pero no se movió ni un milímetro.
Afuera, los chicos tiraron la mochila adentro de una Kangoo
blanca, hablaron con el adulto que la manejaba y después, cruzaron a la panadería.
Me impresionó la actitud de los dueños del súper.
Cuando lo conté en casa, tuvimos una reflexión unánime: no
hicieron nada por miedo.
El miedo por la inseguridad que vive en todas partes.
El miedo que desbasta los valores, los vuelve añicos.
El miedo que está gastando la realidad.
Hoy, si uno va, una de las empleadas está en la puerta,
empuñando un dispersor con alcohol dirigido a las manos de los que entramos
(con el rocío, también te deja medio ciega). Como en todos los supermercados y
negocios, hay que hacer cola afuera y solo entran unos pocos por turno. De la
familia, que siempre hacía guardia desde el mostrador, solo quedó uno. El resto
se quedó en casa, como casi todos.
Ahora, el miedo pasa por otro lado.
El miedo pasa trotando por un camino, donde el final, no se
puede vislumbrar desde el lugar donde estamos parados.
Clara Silvina Alazraki
Imágenes
Súper chino 1
Súper chino 2
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