miércoles, 1 de abril de 2020

Día 10: El Chino de mi barrio

Hace unos años, construyeron unos galpones altos, grises, a unas cuadras de mi casa. Todos nos preguntábamos para que eran. Los hicieron rapidísimo y, de pronto, quedó casi abandonado por un tiempo.
A principios del 2019, finalmente terminaron la obra.

Un día, volviendo del trabajo, una grúa estaba poniendo el cartel: “Ictoria” (en realidad, era Victoria, pero la “V”, llegó después y quedó con ese nombre para muchos de los vecinos).
Confieso que no me gustaban los súper chinos. Qué se yo, prejuicios, posiblemente.
Miraba desde afuera pero nunca pasaba del umbral de la entrada.
Al único que había ido alguna vez, era al del frente de mi escuela, donde Chen, exalumno, estaba
cobrando en una de las cajas.

Chen, había entrado en 2º grado. Prácticamente no hablaba castellano pero comprendía perfectamente lo que sus compañeros le decían, sus juegos, cuando yo los hacía bailar una danza tradicional argentina, el compartir un desayuno comunitario…
Me hacia reír, cuando la profesora de Educación Física los hacía correr y él, caminaba rapidito (no sabía correr, supongo que por una cuestión cultural,  pero terminó aprendiéndolo de los vagonetas de sus compañeros).

La primera vez que entré al Chino de mi barrio, me impactó. No vivo en un lugar muy producido, digamos que los negocios, acá son muy, pero MUY barrio. Con pisos de porcelanato claritos, grande, limpio, góndolas ordenadas y empleados con caras conocidas (la mayoría, jóvenes que viven por la zona).
Enseguida lo adopté.

En una época, estuvo trabajando de cajera, la hija de una de mis compañeras. También anduvo noviando con uno de los hijos del dueño (¡la chica, no mi compañera!). Nos contó que se tuvieron que acostumbrar a sus costumbres tan diferentes, que les daba gracia ver al pibe, tan oriental, pero que, cuando hablaba era más porteño que el Obelisco. La hija dejó de laburar allí no por el chinito, sino porque se moría de frío (en invierno, en verano, entrar ahí en hacerlo en una congeladora gigante).
Recuerdo una época en que había muchos robos por el barrio. Fui una mañana gris a hacer las compras del día.  Como de costumbre, encontré algunas mamás de alumnos.
Mientras estaba buscando lo que necesitaba, vi un grupito de tres pibes (13 ó 14 años). Uno llevaba una mochila en la espalda pero no la dejó en los casilleros de la entrada, como corresponde.
Gritaban entre ellos, canchereando, haciéndose los machitos. Juntaron algunas cosas, las pusieron en la mochila y se fueron por el pasillo de una de las cajas donde, en ese momento, no había una empleada que estuviera cobrando.
Los clientes y las cajeras los miramos con estupor. La China madre, gritó algo en su idioma y ya iba detrás de los pibitos cuando la mano de su hijo la detuvo. Él la miró, hizo un gesto, dijo que no, con la cabeza, y miró hacia el piso. La mujer se quedó quieta, freezada, despedían enojo sus ojos rasgados pero no se movió ni un milímetro.
Afuera, los chicos tiraron la mochila adentro de una Kangoo blanca, hablaron con el adulto que la manejaba y después, cruzaron a la panadería.
Me impresionó la actitud de los dueños del súper.

Cuando lo conté en casa, tuvimos una reflexión unánime: no hicieron nada por miedo.

El miedo por la inseguridad que vive en todas partes.
El miedo que paraliza, que permite cosas que no deberían ser.
El miedo que desbasta los valores, los vuelve añicos.
El miedo que está gastando la realidad.

Hoy, si uno va, una de las empleadas está en la puerta, empuñando un dispersor con alcohol dirigido a las manos de los que entramos (con el rocío, también te deja medio ciega). Como en todos los supermercados y negocios, hay que hacer cola afuera y solo entran unos pocos por turno. De la familia, que siempre hacía guardia desde el mostrador, solo quedó uno. El resto se quedó en casa, como casi todos.

Ahora, el miedo pasa por otro lado.

El miedo pasa trotando por un camino, donde el final, no se puede vislumbrar desde el lugar donde estamos parados.

Clara Silvina Alazraki

Imágenes
Súper chino 1
Súper chino 2


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