miércoles, 25 de marzo de 2020

Día 3: Un lugar...


Hay un lugar de mi infancia donde nunca podría volver.
No se trata de una ciudad, aunque podría serlo, ya que nací  hace 51 años en Córdoba Capital y mis padres, en aquel momento estudiantes de la universidad, estuvieron dando vueltas por diferentes lugares hasta que anclaron en Mar del Plata cuando tenía más o menos unos tres años.
Mi papá estudiaba medicina y mi mamá, letras. Era una época en que la mayoría de los estudiantes provenían del interior del país. Ellos eran de La Rioja y Santa Fe.


Se podría decir que caí de casualidad, como una granizada en pleno verano marplatense.
Ellos noviaban y bueno…
Así fueron las cosas, tanto no hay que explicar, ya somos grandes y sabemos que los nenes no salen de un repollo ni tampoco los trae una cigüeña. Soy mujer y, obviamente, salí del capullo de una rosa, tan ignorante no soy…
Un bebé en lugares de estudio no es muy bien recibido, más que nada porque se la pasa haciendo lio, pis y caca, llorando y pateando y, por más amor que se le tenga, se necesita silencio para poder preparar y rendir un examen, así que por épocas me fui con mis abuelos maternos a berrear por las calles de su pueblito.
Me contaron (porque evidentemente, yo no me acuerdo), que mi nono, para hacerme dormir, salía a dar vueltas en auto.
Que tenía una radio divina, de esas que hoy se ven en las casas de antigüedades  (eso si me acuerdo) y que yo, en mi afán investigativo la desarmé para ver qué tenía adentro (esa parte no la recuerdo).
Que pasaba una hora con la nariz frente al televisor en blanco y negro mirando El Libro Gordo de Petete, situación equivalente a… no sé, diez horas actuales de tele o computadora (recordemos que la transmisión ni siquiera era de todo el día).
Que alguna vez, cuando me resistía obstinadamente a probar el helado, el nono me puso un montón de sopetón en la boca (y ya no paré más ;).
Mi nona me hacía vestidos para las muñecas con calzoncillos viejos y se reía de las travesuras de las que era líder barrial (ella, que cuando mi mamá había hecho cosas mucho más leves en su niñez, la había corrido a chancletazos… bueno, algunas no eran tan  livianitas pero tampoco merecían ese castigo).
Imagínense…
En un pueblo chico, donde la mayoría de los habitantes era de la misma parentela, un grupo de mocositas yendo de acá para allá, más que nada por el cementerio; nuestro lugar preferido, donde nadie tenía miedo de zombis o tumbas que se abrieran, al contrario, eran los sitios mágicos que usábamos para las escondidas, para comparar fotos enlozadas con caras de gente viva o para robar flores a unos y ponérselas a otros, que de otra manera, jamás las recibirían (chicas solidarias, después de todo).
Cuando crecí, aprendí que los cementerios son un lugar de paz, donde raramente puede pasarte algo, el problema no son los muertos, sino los vivos que andan dando vueltas por el mundo.
Aquellas eran otras épocas, donde la inseguridad pasaba por no flecharse con el sol del mediodía, indigestarse con las mandarinas calientes que robábamos del patio de la abuela de una de mis amigas o tener cuidado de patinarse en el charco de las alcantarillas donde pasábamos horas pescando renacuajos.
Me encantaría volver allí,
a ese tiempo donde la inocencia no tenía límites más que el llamado para irse a dormir y soñar cada noche…

Clara Silvina Alazraki

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