Hay un lugar de mi infancia donde nunca podría volver.
No se trata de una ciudad, aunque podría serlo, ya que
nací hace 51 años en Córdoba Capital y
mis padres, en aquel momento estudiantes de la universidad, estuvieron dando
vueltas por diferentes lugares hasta que anclaron en Mar del Plata cuando tenía
más o menos unos tres años.
Mi papá estudiaba medicina y mi mamá, letras. Era una época
en que la mayoría de los estudiantes provenían del interior del país. Ellos
eran de La Rioja y Santa Fe.
Se podría decir que caí de casualidad, como una granizada en
pleno verano marplatense.
Ellos noviaban y bueno…
Así fueron las cosas, tanto no hay que explicar, ya somos
grandes y sabemos que los nenes no salen de un repollo ni tampoco los trae una cigüeña.
Soy mujer y, obviamente, salí del capullo de una rosa, tan ignorante no soy…
Un bebé en lugares de estudio no es muy bien recibido, más
que nada porque se la pasa haciendo lio, pis y caca, llorando y pateando y, por
más amor que se le tenga, se necesita silencio para poder preparar y rendir un
examen, así que por épocas me fui con mis abuelos maternos a berrear por las
calles de su pueblito.
Me contaron (porque evidentemente, yo no me acuerdo), que mi
nono, para hacerme dormir, salía a dar vueltas en auto.
Que tenía una radio divina, de esas que hoy se ven en las
casas de antigüedades (eso si me
acuerdo) y que yo, en mi afán investigativo la desarmé para ver qué tenía
adentro (esa parte no la recuerdo).
Que pasaba una hora con la nariz frente al televisor en
blanco y negro mirando El Libro Gordo de Petete, situación equivalente a… no sé,
diez horas actuales de tele o computadora (recordemos que la transmisión ni
siquiera era de todo el día).
Que alguna vez, cuando me resistía obstinadamente a probar
el helado, el nono me puso un montón de sopetón en la boca (y ya no paré más
;).
Mi nona me hacía vestidos para las muñecas con calzoncillos
viejos y se reía de las travesuras de las que era líder barrial (ella, que
cuando mi mamá había hecho cosas mucho más leves en su niñez, la había corrido
a chancletazos… bueno, algunas no eran tan
livianitas pero tampoco merecían ese castigo).
Imagínense…
En un pueblo chico, donde la mayoría de los habitantes era
de la misma parentela, un grupo de mocositas yendo de acá para allá, más que
nada por el cementerio; nuestro lugar preferido, donde nadie tenía miedo de zombis
o tumbas que se abrieran, al contrario, eran los sitios mágicos que usábamos
para las escondidas, para comparar fotos enlozadas con caras de gente viva o para
robar flores a unos y ponérselas a otros, que de otra manera, jamás las recibirían
(chicas solidarias, después de todo).
Cuando crecí, aprendí que los cementerios son un lugar de
paz, donde raramente puede pasarte algo, el problema no son los muertos, sino
los vivos que andan dando vueltas por el mundo.
Aquellas eran otras épocas, donde la inseguridad pasaba por
no flecharse con el sol del mediodía, indigestarse con las mandarinas calientes
que robábamos del patio de la abuela de una de mis amigas o tener cuidado de
patinarse en el charco de las alcantarillas donde pasábamos horas pescando
renacuajos.
Me encantaría volver allí,
a ese tiempo donde la inocencia no tenía límites más que el
llamado para irse a dormir y soñar cada noche…
Clara Silvina Alazraki
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