Para Don Oscar,
un Amigo con mayúscula,
una persona realmente buena, que nos mostró desde la sencillez, grandes enseñanzas;
que nos dejó, precisamente un 20 de julio,
día del amigo,
para ir a pescar entre nubes...
Para Zule, su familia y amigos,
que seguimos escuchando sus carcajadas desde lo profundo de cada recuerdo.
Para Zule, su familia y amigos,
que seguimos escuchando sus carcajadas desde lo profundo de cada recuerdo.
El pescador y su estrella
Subió al pequeño bote y comenzó a remar mar adentro. El
oleaje era suave, la espuma acompañaba el sonido seco de cada remo con una flor
de sal que se deshojaba en cada golpe. Era lo único que quebraba el silencio.
El cielo era un manto negro con diminutos instantes de luz. Lo cubría todo.
Oscar se detuvo. La inmensidad de la nada lo envolvió,
fundiendo mar y cielo en un mismo objeto, sin bordes ni límites. Preparó su
caña con la sabiduría que le habían regalado los años. Cuando la plomada
chapoteó en el agua, sintió la noche como una larga cabellera oscura, espesa,
que lo cobijaba de todo. Lo bueno y lo malo. El pesar y la esperanza. Los odios
y el amor.
Pensó en su pasado. En historias que alguna vez lo habían
desvelado. Recuerdos cercanos, lejanos. Hechos que se agrupaban como notas en
un pentagrama, subiendo y bajando con el ritmo frenético de la canción de la
vida.
Reflexionó sobre ese instante, ese momento de quietud en
medio de la existencia…
De pronto, algo tironeó de la línea. Un movimiento sutil, tenue,
delicado. Su experiencia de pescador le avisó: allí está tu presa.
Oscar recogió despacio, lentamente la tanza, sintiendo algo
que luchaba en la otra punta para librarse del anzuelo.
Lo sorprendió el
zigzaguear hacia los lados, hacia arriba.
Tomó la caña con firmeza.
Por ningún motivo perdería a ese pez.
El mar comenzó a brillar justo en el punto donde se hundía
la línea. Una luz blanca y cristalina se desprendió sorpresivamente del agua. Trepó
al cielo, como un globo, sostenido por
un hilo que terminaba en la caña, en las manos de Oscar, en sus dedos firmes, que
no lo soltaban.
Tan alto se elevaba que terminó levantándolo, haciendo que
volara tras su luz resplandeciente.
Allí se quedaron.
El pescador y su presa.
Mirándonos desde el cielo, titilando con su fuego blanco, frio,
para guiar a los barcos que pierden el rumbo y naufragan en la desesperación o
el olvido…
Clara Silvina Alazraki
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