Llevo la bici porque es más fácil usarla como canasto de compras,
que llevar montones de bolsas pesadas colgando.
La calle está vacía, silenciosa.
En la avenida, me cruzo con una moto y un auto.
Me empieza a picar la nariz. Me pregunto si será seguro que
me rasque. Por las dudas no lo hago…
Afuera de la ferretería hay cuatro personas. Me pongo en la
cola y espero. Hay carteles pegados en el vidrio, explicando las medidas de
seguridad y dando consejos. De un taxi bajan dos hombres con la ropa manchada
con pintura. Miran a través del ventanal y hacen señas. Uno, va a la puerta de
salida y entra, aprovechando que otro cliente la abrió para salir. Al rato, sale
con un carrito y tres baldes de 20 litros de látex exterior. Todos lo miramos
con bronca. Nadie dice nada…
Quedo primera.
No entiendo bien el
mecanismo de entrada.
Después de 15 minutos, entro. Uno de los empleados me dice
que tengo que esperar afuera hasta que me llamen. Doy toda la vuelta y vuelvo a
la cola. Compro lo que necesito (recién ahora comprendo por qué las ferreterías
están exceptuadas de la cuarentena, siempre se rompe algo). Cuando voy a pagar,
no pasa la tarjeta de débito. Me pregunto internamente si será porque la lavé
con lavandina. Después de cinco intentos, pago en efectivo. Ahora, hay más de
15 personas esperando.
Voy caminando a la verdulería al lado de la bici, ahí hay
unas diez personas.
Estoy acostumbrada a charlar con cualquiera mientras espero
pero no se ven ánimos de conversación. Las miradas están perdidas o atentos a
si se puede entrar al negocio. Ni uno con celular.
Me pica la frente, la oreja… Me muerdo el labio para no
rascarme. Empiezo a pensar en esta historia, redactada como en una crónica y me
mantengo entretenida. Al rato, aparece
una vecina y se pone en el final de la cola, nos saludamos con la mano, de
lejos. Odio los guantes pero me los pongo: es auto servicio y… que se yo, las
manos se ensucian mientras se elige la mercadería y…
Cuando pago, no tengo problemas con la tarjeta y se me cruza
por la cabeza la maldita avivada argentina.
Se me mete un pelo en el ojo, salgo llorando, ni loca me lo
saco.
Me queda una última compra.
Veo por primera vez en diez días, una nena en la calle. Va
detrás de un señor mayor. Después, adentro de la lavandería, veo otra chiquita,
de unos seis años. Me pregunta si voy a su negocio mientras hace una morisqueta,
me rio y le digo que no. Del fondo, sale una mujer corriendo. La misma cara que
la nena pero con treinta y pico de años más. Le pide que se vaya al
departamento y que no baje más. La nena hace pucheros, abre una puerta que está
al costado del local y, seguida por un perrito, sube unas escaleras.
De la panadería, sale un viejo. Se para y saca una factura
de una bolsa de papel. Se la come como si nada. Se me hace agua la boca pero ni
si me apuntan con un arma hago eso. No en estos momentos.
Vuelvo a casa.
Operativo lavandina con cada cosa que compré, los zapatos,
la bici…
Después me baño y
recién ahí abrazo a mi hijo, que recién se despierta.
Voy a poner música porque no aguanto más el vacío del
silencio y estas palabras que siguen y siguen dando vueltas en mi cabeza...
Clara Silvina Alazraki
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