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domingo, 29 de marzo de 2020

Día 7: Escribir...


Escribir es como vivir.
Uno sabe que nació determinado día y año, pero no tiene recuerdos de esas primeras vivencias, necesita de los otros para sacarlas a la luz.
En algún momento de ese camino, comenzamos a imaginar historias.
Propias, de otros…
 Tal vez con excusas extravagantes.
Tal vez con cuentos que nos hacíamos a nosotros mismos, intentando ponerle luces de colores a la realidad.
Es difícil hallar ese segundo, ese  lapso de tiempo en que empezamos a sembrar fantasías.
Recuerdo que las dibujaba en las redacciones de la escuela. En los juegos, donde inventaba mundos secretos; en los sueños dirigidos por mi mente (noches en vela donde era la protagonista,  viviendo en paisajes copiados de los libros  de la biblioteca de mis padres o de los que me prestaban).
Creo que la primera prueba que tengo, por decirlo de alguna manera, es una descripción sobre una
cuna (que hice en sexto o séptimo grado). En alguna caja la tengo guardada aún. Incluso cuentan las redacciones que hacía con la profesora de lengua que me preparó para el examen de ingreso del secundario, también aquellas que formaban parte del programa de primero, segundo, tercero… Todos escribiendo sobre el mismo tema y, sin embargo, construyendo horizontes tan diferentes.
Como ahora…
Recuerdo que comencé a ordenarlos metódicamente en tercer año del secundario.
Usaba la máquina de escribir de mi mama, ponía una hoja en blanco y, a paso de tortuga, iba saltando de tecla en tecla con dos  deditos, hasta terminar de pasar los borradores. Años después, los anillé.
Me gusta tener un cuaderno donde las viboritas de tinta van trazando historias.
Ahora no es tan diferente, porque los escritos los paso en la computadora, confieso que en otra pestaña,  tengo abierto el diccionario de sinónimos, para no repetir tanto la misma palabra. Tengo el cuaderno garabateado, pero también la carpeta digital ordenada cronológicamente y el blog, donde salen a la luz solo aquellas historias que elijo. Me gusta publicarlas, cada tanto, miro en  las estadísticas cuantos pasaron por allí. Durante muchos años, cuando eran niños de papel, solo los leían unos pocos, ahora permanecen abiertos a quien quiera pasar a saludar…
Alguna vez, otras personas que escribían, me hicieron una crítica sobre las historias de aquellas épocas, las primeras. Con algunas fueron gentiles, con otras, despiadados. Era adolescente. Sensible, como todos los que pasan por esa fase.
Con el tiempo, uno aprende que esa etapa es difícil. Que una palabra puede ser una caricia en el alma y también una bomba nuclear  que destruye el corazón, que lo hace polvo.
No voy a escribir más, todas estas historias son mentiras para disfrazar a la vida, para distraerme de la realidad… Me dije a mí misma y dejé, por un tiempo, de empuñar la lapicera.
Me llevó bastante  comprender que estaba equivocada, que los otros no tenían que ser una piedra en el camino de la creatividad. Que lo que surgía era un don que no todos poseían… Esto último, fue lo más complejo de entender, porque uno cree, ingenuamente, que todos tenemos la misma capacidad para hacer cosas pero, cuando vive, se da cuenta de que la realidad es diferente. Nacemos iguales, sí, pero nos construimos con ladrillos de diferentes materiales.
Cuando uno es gente sencilla, que no quiere destacar de otros y prefiere perderse entre la multitud, llegar a esa conclusión es un baldazo de agua congelada. Toma conciencia de que pensó algo horrible de sí mismo, opacando una luz que brillaba en su interior con un objetivo. Por suerte,  solo bajando su intensidad y no destruyéndola.
Entonces, dice basta.
Y la deja convertirse en sol.
Y ya no hay sombras que la dañen porque deja de pensar en lo que piensa el otro, en los propios prejuicios, para simplemente SER  lo que va surgiendo.

Clara Silvina Alazraki


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