Escribir es como vivir.
Uno sabe que nació determinado día y año, pero no tiene recuerdos
de esas primeras vivencias, necesita de los otros para sacarlas a la luz.
En algún momento de ese camino, comenzamos a imaginar
historias.
Propias, de otros…
Tal vez con excusas extravagantes.
Tal vez con cuentos que nos hacíamos a nosotros mismos, intentando
ponerle luces de colores a la realidad.
Es difícil hallar ese segundo, ese lapso de tiempo en que empezamos a sembrar
fantasías.
Recuerdo que las dibujaba en las redacciones de la escuela.
En los juegos, donde inventaba mundos secretos; en los sueños dirigidos por mi
mente (noches en vela donde era la protagonista, viviendo en paisajes copiados de los libros de la biblioteca de mis padres o de los que me
prestaban).
Creo que la primera prueba que tengo, por decirlo de alguna
manera, es una descripción sobre una
cuna (que hice en sexto o séptimo grado).
En alguna caja la tengo guardada aún. Incluso cuentan las redacciones que hacía
con la profesora de lengua que me preparó para el examen de ingreso del
secundario, también aquellas que formaban parte del programa de primero,
segundo, tercero… Todos escribiendo sobre el mismo tema y, sin embargo,
construyendo horizontes tan diferentes.
Como ahora…
Recuerdo que comencé a ordenarlos metódicamente en tercer
año del secundario.
Usaba la máquina de escribir de mi mama, ponía una hoja en
blanco y, a paso de tortuga, iba saltando de tecla en tecla con dos deditos, hasta terminar de pasar los
borradores. Años después, los anillé.
Me gusta tener un cuaderno donde las viboritas de tinta van
trazando historias.
Ahora no es tan diferente, porque
los escritos los paso en la computadora, confieso que en otra pestaña, tengo abierto el diccionario de sinónimos,
para no repetir tanto la misma palabra. Tengo el cuaderno garabateado, pero también
la carpeta digital ordenada cronológicamente y el blog, donde salen a la luz
solo aquellas historias que elijo. Me gusta publicarlas, cada tanto, miro
en las estadísticas cuantos pasaron por
allí. Durante muchos años, cuando eran niños de papel, solo los leían unos pocos,
ahora permanecen abiertos a quien quiera pasar a saludar…
Alguna vez, otras personas que
escribían, me hicieron una crítica sobre las historias de aquellas épocas, las
primeras. Con algunas fueron gentiles, con otras, despiadados. Era adolescente.
Sensible, como todos los que pasan por esa fase.
Con el tiempo, uno aprende que esa
etapa es difícil. Que una palabra puede ser una caricia en el alma y también
una bomba nuclear que destruye el corazón,
que lo hace polvo.
No voy a escribir más, todas estas historias son mentiras para
disfrazar a la vida, para distraerme de la realidad… Me dije a mí misma y
dejé, por un tiempo, de empuñar la lapicera.
Me llevó bastante comprender que estaba equivocada, que los
otros no tenían que ser una piedra en el camino de la creatividad. Que lo que
surgía era un don que no todos poseían… Esto último, fue lo más complejo de
entender, porque uno cree, ingenuamente, que todos tenemos la misma capacidad
para hacer cosas pero, cuando vive, se da cuenta de que la realidad es
diferente. Nacemos iguales, sí, pero nos construimos con ladrillos de
diferentes materiales.
Cuando uno es gente sencilla, que
no quiere destacar de otros y prefiere perderse entre la multitud, llegar a esa
conclusión es un baldazo de agua congelada. Toma conciencia de que pensó algo
horrible de sí mismo, opacando una luz que brillaba en su interior con un
objetivo. Por suerte, solo bajando su
intensidad y no destruyéndola.
Entonces, dice basta.
Y la deja convertirse en sol.
Y ya no hay sombras que la dañen porque
deja de pensar en lo que piensa el otro, en los propios prejuicios, para
simplemente SER lo que va surgiendo.
Clara Silvina Alazraki
Clara Silvina Alazraki
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