Hoy me voy a escapar.
Tengo todo pensado: la hora, por qué lugar de la casa voy a
salir, el momento en que nadie me verá, lo que necesito llevarme, el camino de
ida y de regreso…
No le cuenten a nadie.
Voy a subir al techo. Treparé la pared por la planta de hiedra
que crece en una esquina y abraza al muro como si fuera un amante.
Lo haré despacio. Silenciosamente, teniendo cuidado de no
dar un paso en falso y caer sobre la vereda de piedra.
Me voy a fugar per no por siempre, solo para despejarme un
poco, encontrarme con amigos y salir de esta rutina que me está enloqueciendo.
No le cuenten…
Espero cruzar al tejado de al lado y al otro y al otro…
Después, bajo por el árbol de la esquina o, tal vez, salte a
la pila de arena de la obra en construcción (la misma de donde me sacaron
muchas veces a escobazos y ahora está vacía y desolada).
No le digan…
Quiero romper este encierro, ya no aguanto más.
Voy a caminar por la mitad de la calle, bajo la luz de la
luna y las estrellas. Sentir la frescura de la noche sobre mi piel, los bordes
irregulares de la granza en mis patas,
el rocío del amanecer en la punta de mis orejas, el roce del viento en mi
espalda…
No le avisen que decidí huir por un rato.
Que quise escapar de lo seguro por la aventura, la aventura
de ignorar el destino hacia donde me
lleven mis pasos.
Ya casi es hora.
Me marcho según el
plan.
Doy fin a este encierro…
En otro rincón del barrio, se reúnen los gatos. Hay grises,
negros, blancos, manchados, peludos, color tierra…
Cada uno ocupa un lugar y esperan a que todos lleguen.
Me deslizo, ocupo mi lugar y espero.
-Muchachos, dice Mash y nos mira con su único ojo (el otro
lo perdió cuando era cachorra, en una riña callejera con unos perros vagabundos
que le destrozaron parte de la cara, una patita y el orgullo), estoy preocupada
por nuestros humanos. Están raros, encerrados todo el tiempo. Pasan el día con
el ceño fruncido, frente a las cajas parlantes. Limpian y limpian con olores
picantes. Nos miran y miman pero no están ahí…
-Cierto, agrego; cuando me acerco para acariciar sus
manos con mi espalda, como siempre pero
hay un vacío en sus caras.
-¡Miedo!, grita mi vecinita. Se huele miedo. Están quietos
por el miedo. Casi petrificados, les diría.
Todos hablan al mismo tiempo.
Cuentan lo que ven en sus casas. Algunos tienen más suerte,
porque tienen jardines y se escapan casi siempre. Sus humanos ni se enteran de
que se fueron. Otros, están encerrados, pendientes de un descuido para escapar.
Se produce un silencio largo. Reflexivo.
Volvemos a nuestros hogares.
Me mojo las patitas con la humedad del pasto.
Mi familia aún duerme.
No le digas a nadie…
Decidí no escaparme más.
Al rato, aparece Ana. Acaricio su pierna contra mi cuerpo,
ella cuelga en su cara una sonrisa ausente. Me toma entre sus brazos suaves y
me mima un rato.
-No temas, Anita, le susurro. Yo los voy a cuidar.
Sus dedos hacen cosquillas en mis orejas.
Apoyo mi cabeza sobre su pecho.
Escucho su corazón…
La abrazo, mientras sus lágrimas saladas mojan mi espalda.
Clara Silvina Alazraki
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-CompartirIgual 4.0 Internacional.
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