jueves, 11 de abril de 2019

Vivir...

Una historia para compartir convertida en cuento, basada en un suceso extraído de la realidad...

Vivir

Todo comenzó una noche de agosto.
Fran, mi novio, pasó por casa  a buscarme bastante tarde. Venía con un amigo.       
Las ruedas de la moto cedieron cuando subí, entre medio de ambos, muerta de risa por la salida,  locura irreverente e inconsciente de la juventud.
Sentí el aliento del alcohol que despedían los dos, pero no me detuve a pensar. Tampoco se me pasó por la cabeza cuestionarlos.
Fran iba cada vez más rápido. Serpenteaba entre autos que frenaban de golpe, tocaban bocinazos y despedían insultos.
Nada nos detenía. El viento nos golpeaba en las caras, haciendo volar mi cabello, que en ese entonces, caía largo, por debajo de mi cintura, convirtiéndolo en un ovillo desmadejado. Gritábamos, reíamos a carcajadas, nos sentíamos dueños del mundo (o por lo menos de ese pequeño momento de frenética libertad).
Entonces fue cuando comenzó…
Toda la aceleración se detuvo.
Sentí como si una mano gigante se abriera y detuviera al tiempo. Parecía flotar en una burbuja de jabón. Suave. En cámara lenta. Podía ver al mismo tiempo (no sé cómo), dos realidades opuestas: por un lado, nosotros tres, sobre la moto, a toda velocidad zigzagueando entre el tránsito. Por el otro, una especie de sueño pausado, sereno, donde avanzábamos en medio de una calle y, de pronto, chocábamos contra un camión. Fran y el amigo, cayendo hacia un lado, yo, volando, golpeando contra la caja con todo mi cuerpo y terminando debajo del vehículo. La moto, seguía dando vueltas en el aire, como esos molinitos de viento con los que jugaba cuando era chica, finalizando en algún lugar, una bola retorcida de fierros, irreconocible, goteando una mezcla de nafta y aceite que invadía el aire.
Empecé a escuchar gritos, una sirena lejana. Alguien tomó mi mano nerviosamente y trató de tranquilizarme.
Yo no comprendía. Intenté explicarle a esa persona que no se preocupara, que estaba bien, que no sentía ningún dolor. Nada.
Mi cuerpo estaba desconectado del sufrimiento. Solo tenía la sensación de algo tibio que se deslizaba por mi frente, brazos, piernas.
Al mismo tiempo, estaba también sobre la moto, seguíamos marchando en una carrera sin objetivos.
Fran gritó no se bien qué. Aceleró más y en ese instante pasó. Chocamos contra la parte trasera de un camión. Salimos despedidos.
Las dos realidades se transformaron en una y comencé a sentir el dolor que crecía en cada una de mis células… Sentía que todo se quebraba, estallaba en mil pedazos, sin posibilidades de volver a unirse.
La mano que me sostenía, desapareció. Varias personas estaban tratando de sacarme de abajo del camión. Cada momento, aun el más mínimo, era como si tomaran un martillo y me golpearan con toda su fuerza. Me pusieron sobre una camilla, cortaron mi ropa, limpiaron la sangre. Podía sentir su respiración mientras trabajaban sobre mi cuerpo maltrecho.
Entonces, volvió a suceder. El dolor desapareció. Otra vez ese lento estado de ensueños.
Médicos o enfermeros, intentando reanimarme con oxígeno, epi, desfibrilador.
Cuando llegamos al hospital, me llevaron directamente a un quirófano blanco, inmaculado. Podía ver reflejadas en los aparatos, las guedejas de mi largo cabello enredadas en sangre, cayendo mientras las cortaban. También las gasas, teñidas de un rojo profundo. No se escuchaba el tic tac de mi corazón saliendo por el artefacto que lo registraba, tampoco lo oía en mi pecho.
Pensé en mi familia.
¿Qué pasaría con mi mama, cuando me viera en ese estado?
¿Lloraría mi papá o simplemente pondría su máscara inexpugnable para tapar la tristeza?
Pasé los dedos por la columna que sostenía la sangre que me estaban transfundiendo;  por la mesa, donde tijeras, bisturíes y otro instrumental se alineaban en un orden perfecto; por mi frente abierta, de lado a lado, mi cabeza pelada, como la de un bebé; por un bulto violáceo que parecía contener mi ojo, cerrado, amoratado; por unos tubos que entraban por mi nariz y uno que salía de mi boca. Por mi pecho abierto con unas pinzas plateadas que sostenían la carne a cada lado. Por algo similar a un hueso que asomaba encima del lugar donde debería estar mi rodilla.
Un amante acariciando el cuerpo de la amada pero con la diferencia de que no se trataba de dos seres separados sino del mismo, en una situación de extrañeza total que, poco a poco, iba siendo conciente de la realidad.
Entonces, tomé la decisión.
Pedí a Dios con todas las fuerzas que me quedaban, que me permitiera volver a aprender.
Una semana más tarde, desperté.
Dijeron que había sido un milagro, que en el momento en que iban a declararme oficialmente muerta, había asomado un latido y otro y otro y otro más. Que había estado en coma y me habían operado varias veces…
Mis padres se enteraron del accidente muchas horas después por que no tenía mis documentos encima
cuando todo ocurrió y me habían ingresado como menor, femenina, no identificada.
Caminé por la cuerda floja del destino por horas, por días, y, en algún momento de toda esa vorágine, había vuelto a vivir.

Vivir con mayúscula.

Clara Silvina Alazraki



Fuente de las imágenes: 


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4 comentarios:

Mawi dijo...

Qué interesante, me ha gustado mucho esta lectura, continuará?

Clarasil dijo...

Gracias por leer el cuento...
La verdad es que la historia de la protagonista, continúa en la vida real. No se si en otro cuento...
Abrazo, Clara

Carlos dijo...

Lindo y aleccionador relato. Felicitaciones. Las descripciones se hicieron fotos al leerlas.

Clarasil dijo...

Gracias por tu comentario, Carlos!