En este nuevo día de la madre, una historia que la encuentra cómo protagonista...
¡FELIZ DÍA!
Cama y cuna
Siempre que le preguntaban donde había nacido, respondía que había sido en una verde pradera, con los primeros fríos
del otoño como sábana y el trébol suave y esponjoso como colchón.
Ya habían pasado 27 años de aquello pero cada vez que repetía la historia, sentía como si fuese la primera ocasión en que
la contara (o que a él se la relatara su madre).
Su mamá, embarazada
de nueva meses, sintió los dolores del parto
mientras atravesaba un campo, a mitad de camino entre su pueblo y la casa.
Era una mañana fría y
aún la escarcha cubría la vegetación.
Rosalía había salido como siempre, muy temprano, rumbo al taller de costura donde trabajaba.
Sentía el llamado de su enorme panza, que le pedía descanso y cuidados. En aquel tiempo,
no podía permitírselo. Su marido había fallecido dos meses atrás y, sin
él, todo el peso de la casa había
recaído sobre ella. Por eso, aunque presentía que pronto daría a luz, no había dejado su puesto. Esa fue la causa por la cual aquel
día las contracciones la encontraron allí.
Rosalía se dobló en dos y cayó suavemente sobre el pasto
húmedo de la mañana. Su cuerpo rompió la fina capa de escarcha, adhiriéndose y mojando los bordes de su
vestido áspero de campesina. La
respiración se tornó agitada por varios minutos pero poco a poco se relajó: el
dolor pasó. Cuando quiso reemprender su
camino, nuevamente lo sintió. Así pasó
casi una hora. Su hijo, desde el vientre turgente, clamaba por ver la luz del sol que ahora se levantaba
tímidamente entre las ramas de los árboles lejanos.
Rosalía estaba segura de algo: nadie la vendría a ayudar. En
su trabajo le habían pedido que se quedara en casa, descansando. Si ese día faltaba, era lógico que la causa hubiera sido que al
fin había aceptado hacerlo. Además, ella era la única que vivía por aquella zona, tan alejada de la población.
“Me tendré que
arreglar sola,” pensó. “Sola, como desde hace tiempo… no sería nada extraño
ya estoy acostumbrada…”
Un dolor intenso, más
fuerte que los otros interrumpió sus
ideas.
Entonces gritó. Gritó su tristeza aprisionada, sus lágrimas
no lloradas, su cansancio íntegro.
La respuesta fue su propia vida, saliendo desde sus entrañas para independizarse de ella
misma. Su sangre caliente regó la tierra y un bultito peludo y pegajoso rebotó
contra el pasto y gimió, cortando el silencio matinal y uniéndose a su
madre en un solo clamor.
Rosalía lo tomó con
sus manos y con la sabiduría innata que lleva cada mujer consigo, rompió el cordón umbilical que los unía, con sus dientes, y lo envolvió en parte de su propia vestidura.
El bebé lloraba fuerte y su madre ahora reía, liberada ya de toda angustia contenida.
El sol, ascendiendo hacia lo alto, y aquel campo verde, que sirvió de cama y de cuna, fueron mudos
testigos de la vieja y la nueva vida, que comenzaban juntas a caminar los enredados
senderos del mundo.
Clara Silvina Alazraki
Este obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-CompartirIgual 4.0 Internacional.
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