jueves, 27 de octubre de 2016

Historias cotidianas, que llegan por un dìa a la portada de un diario y luego se pierden en el tiempo...

Desde niños, jugamos a ser súper héroes, sin embargo solo hace falta muy poco para convertirse en uno verdadero, con el poder que puede dar un corazón lleno de Amor.
  

Miseria…misericordia.


Al principio, buscaban latas y restos de comida en los tachos de basura de los restoranes, después, cuando se formaron las barras bravas de cada zona y ya no hubo oportunidad de escarbar en esos lugares, terminaron en los vaciaderos de la ciudad.

Allí, las montañas de residuos lanzaban olores fuertes que, con el tiempo, se transformaban en gases, que se descomponían y hacían llorar, más allá de la situación miserable de estar hurgando entre esos restos.
Juanjo, mientras revolvía los despojos, pensaba en su presente y su pasado. Había sido uno de los mejores vendedores de autos en la empresa más famosa del país hasta que quebró y sus empleados quedaron –de la noche a la mañana- en la calle y con lo puesto. De nada valieron juicios, pedidos de indemnización, rogativas. La fábrica había sucumbido justamente por la falta de dinero.
Mucha gente había perdido su fuente de ingresos. Entre ellos, Juanjo y su padre, capataz de manufacturas…ex capataz.

Después de agotar sus ahorros, después de intentar por todos los medios hallar otro trabajo, se habían enterado de un desarmadero que pagaba monedas por el kilo de chatarra. Eso los había llevado a buscar latas entre la basura y, a veces, cuando no había suerte, algo para comer…


Juanjo se despierta todas las mañanas muy temprano, se asea, toma algunos mates con su padre y  luego salen. Por suerte o desgracia, solo son dos: la madre falleció algunos años atrás, la novia lo dejó. ¡Su novia! Pensar que estaban comprometidos y a punto de casarse cuando llegó el huracán de las pérdidas, donde el trabajo había sido lo menor… Se fue, llevándose la poquita sensación de paz que aún guardaba su corazón. ¡Su novia!

Juanjo, perdido entre recuerdos, se despierta de golpe por un sonido extraño. Algo ajeno al basural. Se detiene y presta suma atención: gritos de gaviotas, ruidos de camiones, topadoras, olor rancio, pero… ¿Qué es eso? ¿Un gemido?
Despacio y con sus manos temblando, cava un pozo entre bolsas sucias y cáscaras de naranjas. Su padre lo llama desde lejos. Está contento, acaba de hallar una pesada barra de hierro, desayuno y almuerzo para ese día.
Juanjo no lo escucha, solo tiene oídos para ese llanto, cada vez más débil.
Por fin, encuentra una bolsa negra, la rasga rápidamente y, en un grito de furia y emoción, alza a un bebé pequeño, envuelto en algodones y sangre. El padre se acerca. Él también grita y sacude los brazos hacia los camiones, hacia los otros. En pocos segundos, los rodean diez, quince personas. Todos en silencio, con su mirada clavada en el pequeño. Uno se desprende de su bufanda, otro aporta un gorro, lo envuelven toscamente pero con ternura, como pueden sus manos gigantes, ásperas y a la vez con una dulzura inusitada.
-Vení, vamos- le grita un hombre a Juanjo y corren hacia su camión. El conductor vuela, casi y Juanjo abraza al atadito de ropa, que al entrar en calor, vuelve a la vida y llora cada vez con más fuerza.
El camionero ríe, frena de golpe frente al hospital. Bajan corriendo, llegan a la guardia con la cara roja, los ojos llenos de lágrimas.

Al principio, no los dejan pasar. Juanjo detiene a alguien de guardapolvo blanco y le explica.
El médico toma al bebé, lo desnuda mientras entra a una sala. Ya no lo ven más.

El guardia de seguridad los echa mientras les pide disculpas. Es por el olor, dice quedamente.
Se sientan afuera, en las escalinatas de entrada, casi en la vereda.

Pasa el tiempo. Dos o tres horas después, el médico que se había llevado a la criatura los ve. Se acerca, les cuenta que respira, que está bien, que seguramente habría muerto de frio y asfixia, pero gracias a ellos…
El camionero señala a Juanjo.
-Fue él quien lo salvó- dice despacito.
-No - retruca Juanjo- si no hubiésemos llegado rápido acá…
El médico palmea su espalda y pide que lo siga.

Lo deja frente a una vitrina. Detrás, varias cunitas de plástico transparente se alinean. Solo una está llena. Juanjo observa al bebito que duerme tranquilo y una enorme sensación de paz llena su ser.

Por el pasillo llega el camionero con varios periodistas. Todos quieren conocer al héroe del día.



Clara Silvina Alazraki

El relato en audio:




Imàgenes:

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jueves, 20 de octubre de 2016

miércoles, 19 de octubre de 2016

Recordando a Celeste #NiUnaMenos

 Hoy pensaba en tantos crímenes impunes que nos inundan.
Cualquiera, hasta la persona más dura, recibió una gran sacudida con lo que le pasó a Lucía. Más aún,  los que vivimos en la misma ciudad por donde hasta hace pocos días caminaba con su adolescencia llena de sueños.
Hoy tuvimos un ratito para detenernos una hora y reflexionar sobre tantos femicidios que nos sacuden. Para tomar conciencia.
Quisiera recordar a Celeste, víctima de una muerte temprana, como tantas otras.
Celeste, por la que nadie marchó, ni habló en los medios, ni pidió justicia…
Celeste era la mamá de uno de mis alumnos de 2do. Grado. Traía en su mochila de la vida, el haber sido abandonada, crecer en una Institución, quedar embarazada casi niña, formar una pareja que la hizo mamá por segunda vez y que un día, después de violencia reiterada la mató, posiblemente con sus hijos dando vueltas por la escena y sin comprender, en definitiva, qué era lo que estaba pasando (ni ella ni sus hijos).
Celeste, que venía a la escuela a traer a su nene y luego se iba al Jardín que está al lado a dejar a su pequeña. Qué lloraba bajito cuando contaba sus tristezas y se llevaba algunas cosas que juntábamos entre las maestras para ella.
Recuerdo que un jueves, después de una semana de la muerte de sus padres, mi alumno llegó a la escuela muy sucio, sin almorzar. Todas lo abrazábamos, le hablábamos con cariño, tratábamos de que estuviera lo mejor posible. Él decía que extrañaba a su mamá, que su papá lo miraba desde el cielo…
Después de un tiempo, dejó de concurrir. Me enteré de que le habían sacado la custodia a la abuela, a los tíos y que ambos hermanos estaban “Institucionalizados” (en un hogar de tránsito).
Ya no supe nada más de él y su historia.
Hoy mi pensamiento #niUnaMenos es para su mamá.
Para vos, Celeste, que pasaste poco tiempo en este mundo, que pintaste tus ojos con tristeza, tus labios con dolor, tus uñas con sangre derramada…

Celeste

Cuántas mañanas ya no verás la salida del sol,
los gritos de las gaviotas,
el olor salado de las olas estrellándose en los espigones.
El futuro se quebró contra un muro de piedra,
el presente es una lágrima viva, trazando surcos por la cara de quien te recuerda,
dibujando un río de tristeza
y bronca.
Un eclipse inesperado ocultó tu sonrisa,
tu voz que sonaba bajito cuando contaba historias atravesadas por tristezas, abandonos, miseria.
Intentaste luchar.
Te paraste, caíste, te volviste a parar.
Y un día tu reloj se detuvo.
Se detuvo antes de hora.
Antes de lo esperado.
Antes de lo debido.
Antes… 


Clara Silvina Alazraki


Audio:



martes, 11 de octubre de 2016

Historias para compartir: La rosa blanca

Para Valen, Lorenzo, Gonza, Gio, pequeños guerreros, verdaderos héroes reales en un mundo difícil,  que luchan incansablemente cada día con la fuerza que les brinda el Amor, la Fe y la Esperanza. 


La rosa blanca


Hace muchos años, en algún lugar, existió un mundo de ensueños.

Los que lo visitaban, no querían regresar a sus orígenes. Fueron ellos quienes lo rebautizaron con el nombre de “País de las hadas”.

Sus habitantes, vistos desde lejos, eran seres comunes: bellos rostros armoniosos, andar tranquilo y a la vez atentos, perceptivos, envueltos en túnicas multicolores. De cerca, cambiaban. Se tornaban transparentes, como delicadas columnas de agua modeladas por el escultor más perfeccionista. Tal vez por eso los llamaban hadas, aunque todos sabían que se trataban de seres comunes (seguramente más evolucionados) con las mismas necesidades espirituales que todos.

Las ciudades también eran cristalinas. Millones de flores las vestían, luciendo sus trajes más bonitos y esparciendo por el aire su perfume, que inundaba los sentidos.
  Cada ser era responsable de alguna variedad de planta. Cuidaba de ella como si se tratara de una extensión de su propio cuerpo. Sabían de sus secretos: bajo tierra, dormida, yacía la parte que cualquiera pensaría es lo más feo, raíz sucia de polvo, con largos pelos para beber la comida que da sustento a todo el organismo y se revela en belleza explosiva en cada flor.


Los nacimientos de las flores se celebraban con una ceremonia de unión entre dos seres, ya que su significado se distinguía de otros por ser algo más. Era el despertar de una nueva conciencia. De alguien, en algún rincón del Universo.

Por eso, cada guardián se regocijaba ante la formación de un pimpollo, su crecimiento lento y, a veces desparejo y al final, el gozo de un color nuevo, que despuntaba primero temblorosamente y luego en un abrirse en plenitud.

Valentina era la encargada de los rosales.

Cada mañana, los regaba con amor, verificaba que todo transcurriese en equilibrio y los dejaba en libertad, para que se desarrollaran sin presiones (ya que la influencia de su propio ser sobre ellos, provocaba que el lento proceso se acelerara). 
Tenía su planta preferida. En ciertos momentos, olvidaba todo mientras contemplaba sus hojas verdes, brillantes, sus espinas pequeñas pero filosas e hirientes. La amaba. Representaba casi la figura de una hermana gemela, ya que ambas habían comenzado a ver la luz el mismo día.
  
Vale había esperado por años el inicio del fruto, pero solo espinas y brotes tiernos se habían sucedido. Ahora, algo nuevo pasaba. Varias hojitas ocultaban una cosa pequeñita, que día a día crecía y se hinchaba, bailando en forma ralentizada ante sus ojos. Era el pimpollo más grande que había conocido.
Al principio, pidió a su padre que lo revisara, porque temía que alguna enfermedad se hubiese apropiado del rosal. Pero este, cuando lo vio, solo sonrió y  tomando entre sus largos dedos mechitas de cabello de su hija, disipó sus dudas y miedos con una caricia tranquilizadora, felicitándola por aquel logro, único e irrepetible.

Desde entonces, aguardaba ansiosamente. Y tardaba. Más de lo acostumbrado.

Un día, al llegar al jardín, descubrió que el pimpollo había dejado caer su armadura verde y se elevaba por encima de todo, como diciendo: ¡Aquí estoy!

Vale se acercó sigilosamente. Contempló su color blanco, suave, aterciopelado y quedó extasiada.

Entonces, se elevó un poquito del suelo y besó esos pétalos, tan esperados durante años. Una lágrima cayó sobre ellos y la flor comenzó a abrirse mientras un canto dulce se desprendía de ella, junto a un delicioso y embriagador perfume. 
La rosa danzaba en su palidez de plata y con ella, Valentina, volando a su alrededor, envuelta en carcajadas de alegría.
Había descubierto que la flor más deseada, la más perfecta e imaginada, era ella misma, que ahora, libre del suelo, del alimento y la tierra, podía comenzar a volar más allá de sus sueños.


Clara Silvina Alazraki




El relato en audio:



 * Imágenes propias


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