Cuando la realidad parece ficción y la ficción termina siendo una realidad...
Ultimo día
Desde hace casi dos
meses estoy trabajando aquí y todavía no me acostumbro.
Ya sabía –cuando decidí dejar mi país por este-, que nada
iba a ser fácil. La gente, el idioma, el clima, todo es tan diferente de lo que
quedó atrás.
Aunque en este lugar hace calor, siento frío. Todo lo que me
rodea es duro, metálico, con aristas y esquinas angulosas. Mis propios
compañeros son gélidos y distantes.
Sé que solo soy una camarera latina, encargada de servir sus
huevos revueltos con panceta y otros platillos similares a los oficinistas de
caras negras demacradas (confieso que al principio, mi estómago protestaba por
el olor de ese tipo de comidas durante la mañana, después , como a todo, me acostumbré).
Tal vez sea ese el problema: la rutina, la cotidianeidad que
se siembra y florece como un hábito más.
Por eso, esta mañana, nada me pareció especial, solo un día más
de trabajo.
Subí al 107, el piso desde donde nos llaman desde las
oficinas para llevar los refrigerios. Me puse mi uniforme, siempre limpio y
pulcro. Ensayé mi mejor sonrisa (política de la Empresa) y me dispuse a ganar
mi salario por un día más.
Al rato, me llamó la atención un zumbido parecido al de un
avión y un ruido sordo, pero breve. Después, solo silencio.
Recorrí los pasillos –generalmente atestados con gente yendo
y viniendo-. Todo estaba vacío, desnudo de charlas y voces.
Volví al local base. Un agradable olor a café recién hecho
inundaba el ambiente. El aceite chirriaba en las sartenes y pilas de donuts
aguardaban apiladas en grandes placas relucientes. Todo era tan extraño…
Me acerqué a uno de los grandes ventanales que dejaban ver
la parte de la ciudad que rodeaba al otro
edificio. También por fuera el mundo
parecía detenido. Los autos, que desde esa altura siempre resultaban semejantes
a insectos volando ordenaditos por carriles grises y acerados, se desdibujaban
entre una neblina espesa que iba cubriendo paulatinamente todo.
Lo insòlito era que no tenía ni una pizca de miedo, por el
contrario, sentía dentro de mi pecho una paz solo igualada con alguna vivencia
de mi niñez, cuando corría por la playa mientras el mar salpicaba mi cuerpo
tostado.
De pronto escuché ruidos de pasos. Fui hacia ellos. Dos
mujeres y tres hombres desorientados, entraban y salían de los corredores, abrían
y cerraban cajones, llevaban pilas de carpetas a ninguna parte. Una de ellas, casi
me atropelló balbuceando incoherencias.
Una persona más se presentó.
Caminaba delicadamente sobre sus sandalias gastadas y vestía de un suave color
natural.
Desde el primer momento en que lo vi, sentí que lo conocía de
años y años. Me miraba, sonreía, extendía su mano curtida por el sol y el
trabajo hacia mí.
-¿Vamos?, me preguntó dulcemente.
Ese día (11 de septiembre de 2001), dejé de trabajar en una
de las Torres Gemelas de Los Ángeles.
Clara Silvina Alazraki
El cuento en audio:
Fuente de la imagen: locoretro.com (editada)
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