Nació con un nombre célebre, Ayrton, como el tricampeón de Fórmula
1, aunque sin su suerte, éxito,
posibilidades o motivación.
Con uno de sus hermanos mayores, compartió un padre
violento, que se emborrachaba o drogaba y
repartía golpes a diestra y
siniestra.
También de él, heredaron una deficiencia que provoca que sus
ojos rueden, cada tanto, como calesitas y su cabeza se bambolee, inclinándose
hacia el suelo como si estuviera reflexionando o, simplemente, mirándose la
punta de las zapatillas gastadas.
Su mamá, muy joven cuando nació; una edad en la que ser
madre solo aplicaba para jugar a las muñecas.
En algún momento, siendo aún un bebe, su hermano tomó las
riendas de la situación, echó a su padre de la casilla precaria donde vivían
y se emparejó con su mamá. Tuvieron tres hijos.
Mientras repetía una, dos, tres veces su segundo grado de
primaria, sus maestras no terminaban de comprender cómo podía ser que su
hermano y padrastro fueran la misma persona… Tan iguales ellos, con su mirada
que iba y venía como en un estado permanente de auto hipnosis.
Mucho no duró en la escuela, sin embargo, sus recuerdos de
infancia más felices fueron de esa época, único lugar en el que podía hacer
travesuras de niño; donde cruzaba el patio de recreos, seguido por su pandilla
y terminaba en alguna charla docente, con esas mujeres dulces, que le hablaban
de su forma de ser, sus problemas, su posible futuro…
Aunque les hacía la vida imposible, las quería. Ellas, ni se
imaginaban la tristeza y el abandono que lo rodeaba. O tal vez si…
A los diez años, después de vivir sin ser querido, creciendo
como un yuyo malo, que salió a la luz por que alguna semilla germinó por
casualidad, dejó definitivamente el que había sido su hogar.
Empezó a “trabajar” en una esquina, vendiendo pañuelitos descartables,
encendedores, biromes y otras cosas que le daban.
No estaba solo. Formaba parte de un grupo de cinco o seis vagos
(como los llamaban los vecinos), que deambulaban por la zona. Por la noche,
entraban a lugares abandonados o construcciones. A veces, dormían en los aleros
de casas o locales.
No todos eran menores.
Estaba el “loco del Banco” (desde su vereda, pedía monedas o
cigarrillos); el “Viejo”, que lloviera o hiciese un calor infernal, se sentaba
al lado de la puerta de una confitería y saludaba a los gritos, riendo,
mientras la gente le daba algún billete ocasional.
Estaba su amigo, un par de años mayor, tan flaco que podía
colarse entre las rejas o los ventiluces con los más chicos. Ratereaban sin
violencia, sacando lo que podían reducir por un puñado de monedas.
Cada tanto, veía a su hermano mayor. Hacía de trapito a dos
cuadras de su parada. No se hablaban. Tampoco con sus hermanastros más chicos,
que tenían una vida muy diferente a la propia: cuidados, queridos, contenidos…
A veces se quedaba mirando el interior de un coche que
llevaba a una familia y pensaba cómo sería su vida si su historia hubiese sido
diferente.
Mejor es no pensar.
¿Para qué?
Si ya sabe que no puede cambiar su presente o su futuro.
Una vez, en una redada, la policía lo había sacado un tiempo de
las calles. Fue a parar a un hogar de tránsito para menores. Allí estuvo bien
cuidado. Pudieron más sus ganas de vagancia, de libertad
ficticia, a pesar de las noches de
frio, los abusos, el hambre, la soledad, el ignorar donde iba a despertar…
Su caminar por la vida es así: una suerte de sinsentido para
quien lo observa.
Si un día, querés
darle una mano, lo podés ver, en la misma esquina de siempre, vendiendo
pañuelos de papel para secar las lágrimas ajenas, pues las propias, hace mucho tiempo
que dejaron de existir.
Clara Silvina Alazraki
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