Para Valen, Lorenzo, Gonza, Gio, pequeños guerreros, verdaderos héroes reales en un mundo difícil, que luchan incansablemente cada día con la fuerza que les brinda el Amor, la Fe y la Esperanza.
La rosa
blanca
Hace muchos
años, en algún lugar, existió un mundo de ensueños.
Los que lo visitaban,
no querían regresar a sus orígenes. Fueron ellos quienes lo rebautizaron con el
nombre de “País de las hadas”.

Cada ser era responsable de alguna variedad de planta. Cuidaba de ella como si se tratara de una extensión de su propio cuerpo. Sabían de sus secretos: bajo tierra, dormida, yacía la parte que cualquiera pensaría es lo más feo, raíz sucia de polvo, con largos pelos para beber la comida que da sustento a todo el organismo y se revela en belleza explosiva en cada flor.

Por eso,
cada guardián se regocijaba ante la formación de un pimpollo, su crecimiento
lento y, a veces desparejo y al final, el gozo de un color nuevo, que
despuntaba primero temblorosamente y luego en un abrirse en plenitud.
Valentina
era la encargada de los rosales.
Cada mañana,
los regaba con amor, verificaba que todo transcurriese en equilibrio y los
dejaba en libertad, para que se desarrollaran sin presiones (ya que la
influencia de su propio ser sobre ellos, provocaba que el lento proceso se
acelerara).
Tenía su planta preferida. En ciertos momentos, olvidaba todo mientras contemplaba sus hojas verdes, brillantes, sus espinas pequeñas pero filosas e hirientes. La amaba. Representaba casi la figura de una hermana gemela, ya que ambas habían comenzado a ver la luz el mismo día.
Tenía su planta preferida. En ciertos momentos, olvidaba todo mientras contemplaba sus hojas verdes, brillantes, sus espinas pequeñas pero filosas e hirientes. La amaba. Representaba casi la figura de una hermana gemela, ya que ambas habían comenzado a ver la luz el mismo día.
Vale había
esperado por años el inicio del fruto, pero solo espinas y brotes tiernos se
habían sucedido. Ahora, algo nuevo pasaba. Varias hojitas ocultaban una cosa
pequeñita, que día a día crecía y se hinchaba, bailando en forma ralentizada
ante sus ojos. Era el pimpollo más grande que había conocido.

Desde
entonces, aguardaba ansiosamente. Y tardaba. Más de lo acostumbrado.
Un día, al llegar
al jardín, descubrió que el pimpollo había dejado caer su armadura verde y se
elevaba por encima de todo, como diciendo: ¡Aquí estoy!
Vale se
acercó sigilosamente. Contempló su color blanco, suave, aterciopelado y quedó
extasiada.
Entonces, se
elevó un poquito del suelo y besó esos pétalos, tan esperados durante años. Una
lágrima cayó sobre ellos y la flor comenzó a abrirse mientras un canto dulce se
desprendía de ella, junto a un delicioso y embriagador perfume.
La rosa danzaba en su palidez de plata y con ella, Valentina, volando a su alrededor, envuelta en carcajadas de alegría.
La rosa danzaba en su palidez de plata y con ella, Valentina, volando a su alrededor, envuelta en carcajadas de alegría.
Había
descubierto que la flor más deseada, la más perfecta e imaginada, era ella misma,
que ahora, libre del suelo, del alimento y la tierra, podía comenzar a volar
más allá de sus sueños.
Clara Silvina Alazraki
El relato en audio:* Imágenes propias

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